La semana se debate entre la razón y la locura en la ciudad. Todos caminan más rápido y piensan aún más lento. Los trenes se superponen y los teorías son leyes. Donde estaba el viejo ciego que agitaba el tarro por monedas hoy se encuentra un tipo que toca la guitarra rústicamente mientras que compite contra él en el anden del frente un anciano con un bandoneón. Nostálgico, desbaratado. Las horas pasan y las vías no ven la luz del sol. Solamente luces artificiales, coloreadas. Colosal invierno, lluvia aturdidora. La señora reza y el chofer lee Nietzsche mientras sobrepasa el límite de velocidad. Los jóvenes nacidos en cunas de oro saborean todavía el champagne de ayer, mientras que otros vomitan los restos de vino en un baño de la estación. Se puede sentir en los huesos, los colectivos tardan una eternidad. "Crecimos tan separados y el destino nos junto en la misma parada" escribe el poeta urbano en su smartphone, vigilado por el chico que le alcanza los pedidos a una anciana que tiene agorafobia en su modesto barrio. Lejanos parecen los sombreros de los aristócratas en la pintura del subte. También lejano parece la perspectiva que tenían de lo que sería el país 100 años en el futuro. Todos se disputan la culpa entre el gobierno, los medios y los empresarios. Déficit de argumentación, citan a internet como fuente válida e irrefutable. Aproximadamente 20 personas llegan tarde al trabajo, y ya sienten el regaño de sus jefes. Miran al shopping más cerca y recuerdan la publicidad. Comparan y ven como la gente sale más infeliz, el nene llora, la señora grita y el marido firma los papeles de divorcio. El picado se suspende y la picada también. Indignación en el sindicato de amigos por el desplante de uno. Lo que no se dieron cuenta es que debía viajar en el atrasado tren, o subte. No sabían muy bien donde vivía.
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